La pintura y su composición han evolucionado progresivamente desde su origen hace treinta mil años. Hoy la fabricación y venta de pinturas sigue normas y estándares que garantizan su calidad, cobertura y seguridad. En su composición intervienen las cargas, aglutinantes, disolventes y pigmentos sintéticos y orgánicos, siendo estos últimos los más importantes.
Estas pinturas ancestrales se servían del carbón vegetal, el polvo del yeso o el óxido de hierro hidratado (ocre) para dar color a las paredes y otras superficies. Sorprende que en la actualidad hayan mantenido su vigencia el azul de ftalo, el amarillo Hansa y otros pigmentos antiguos.
No obstante, los pigmentos inorgánicos (sienas, cadmios, etcétera) han desplazado a aquellos debido a su durabilidad y precio más competitivo. Estas partículas, sintéticas o naturales, se combinan en una proporción bien estudiada con los aglutinantes, elemento básico en cualquier pintura.
El aglutinante, como indica su nombre, es una sustancia destinada a unificar, cohesionar y fijar los pigmentos a una superficie. Estas resinas influyen en el agarre, la resistencia y otras propiedades de la pintura, afectando a su rendimiento tras completarse el secado.
Por su parte, los disolventes cumplen una función muy distinta: disminuyen la consistencia de la pintura y modifican también su color y apariencia. Se componen de sustancias abrasivas, de rápida evaporación, que potencian la fijación y penetración de la pintura al soporte, indispensable en techos y paredes.
Para conseguir efectos y propiedades más específicas, los fabricantes de pintura disponen de las llamadas «cargas», sustancias químicas como el caolín, la barita, la calcita o el carbonato de calcio. Estos pueden mejorar, entre otros aspectos, la fluidez, la porosidad, la densidad o la estructura de la pintura.
Las cargas no deben confundirse con los aditivos. Una misma pintura puede contener diferentes aditivos para alterar su olor, repeler la humedad, etcétera.