Aquel que jamás haya probado las nécoras Sanxenxo no sabe lo que es disfrutar de la auténtica exaltación del sabor a mar en cada bocado. No estamos ante un marisco cualquiera: este pequeño crustáceo atlántico encarna en su caparazón el espíritu festivo de las rías gallegas y se cuela en las mesas más selectas con la humildad y arrogancia propias de quien se sabe irresistible. Quienes se acercan a Galicia con la esperanza de encontrarlas frescas, brillantes y con ese peculiar aroma a salitre, se llevan una lección sobre lo efímero y sublime del placer gastronómico.
Elegir las mejores candidatas no es tarea para principiantes ni para tímidos de paladar. Los más avezados saben que al acercarse al mercado, nos miran con esa mirada traviesa tan característica, aferradas a la vida y al misterio del Atlántico. Su caparazón oscuro, a menudo cubierto de algas y con esos tonos azulados y marrones, debe lucir pulcro y humedecido, como si aún estuvieran susurrando secretos bajo alguna roca gallega. Quien confía en el olfato, lo sabe bien: el aroma debe ser fresco, nunca a amoníaco ni exceso de yodo, porque ahí está el truco, solo los ejemplares más saludables y vitales conquistan el apetito sin remordimientos. Elegirlas vivas es siempre garantía de éxito; acabarán en la olla, sí, pero con ese movimiento casi coreográfico de patas, asegurando la frescura máxima.
Superada la prueba del mercado, surge el dilema más delicioso: ¿cómo cocinarlas para que la experiencia sea memorable y digna de contar a hijos, nietos, y a todo aquel que se atreva a preguntar por las maravillas de la costa gallega? Existe una eterna discusión entre puristas y vanguardistas. Los de la vieja escuela defienden la cocción clásica, sumergiéndolas en agua fría con abundante sal marina, unos granos de pimienta y, si me apuran, una hoja de laurel despistada. El secreto está en no pasarse de tiempo: ni tan poco como para que el caparazón aún guarde rebelión ni tanto como para que la textura se convierta en puro cartón animado. A partir de hervir, unos siete minutos bastarán para el milagro. Los neófitos se sorprenden al saber que, en Galicia, el exceso es pecado; apenas un par de ingredientes y el calor hacen el trabajo, dejando que el sabor del mar se exprese con toda su intensidad.
Mientras tanto, hay quienes se atreven a innovar. No faltan cocineros que sostienen que un toque de vino blanco en la cocción, o un leve atisbo de limón, pueden suavizar la contundencia del sabor; otros, los más atrevidos, las sirven al vapor, directas a la mesa, o incluso las terminan a la parrilla, logrando una textura crujiente y un aroma ahumado que despiertan pasiones y alguna que otra rivalidad familiar. Hubo una vez una tía lejana que, entre copa y copa, aseguraba que el mejor método era marinar el marisco con sus propias lágrimas de alegría antes de servirlo. Lo cierto es que, trates como trates a este crustáceo, solo pide honestidad, respeto y una fuente bien grande, dispuesta a recibir el aplauso de todos los presentes.
Al llegar la hora de disfrutarlas, se desatan las pasiones y las conversaciones suben de tono. Aquí no hay cubiertos elegantes ni normas de protocolo que valgan; se come con las manos, sin miedo al mancharse los dedos ni al sonar el caparazón crujir. Todo en nombre de la experiencia sensorial, del sabor profundo y persistente que deja ese regusto y, de paso, las ganas de repetir otra ronda. Un profesional sabe que el interior esconde los mejores tesoros: el cuerpo, rebosante de carne jugosa y firme, y el interior cremoso, donde algunos encuentran la gloria y otros, confiesan con pudor, se sienten intimidados. El truco está en no perder ni una pizca, en apurar cada rincón, y en empapar pan laxo en los jugos porque, además de exquisitos, estos vestigios marinos son el acompañamiento ideal para una buena conversación y un vino frío de la tierra.
La sobremesa gallega es un ritual y, tras un homenaje así, lo que queda es felicidad, ese brillo en los labios y la promesa tácita de que la próxima vez, lo haremos igual o, quién sabe, mejor. No importa si se ha cocinado de la forma más ortodoxa posible o si la innovación ha ganado la partida, porque lo realmente imprescindible es compartir el momento con quienes aprecian el arte de rendirse a los placeres del mar, en Sanxenxo o en cualquier rincón donde un gallego añore su tierra. El marisco bien escogido y mejor cocinado tiene el poder de unir a los comensales en una conspiración deliciosa que, por un instante, hace que los problemas y el reloj desaparezcan, y solo importe el rumor del Atlántico, el crujir del caparazón y la sonrisa satisfecha de quien acaba de conquistar el mejor bocado del mundo.