Ser pionero en cualquier desarrollo confiere a las marcas un prestigio que repercute positivamente en sus ventas. Omega es un claro ejemplo. Cuando la firma suiza lanzó el primer cronógrafo en participar en la odisea espacial, no pocos consumidores quisieron formar parte de la hazaña y lucir en su muñeca un Speedmaster. Es lógico que acontecimientos de tal calibre impacten sobre el rendimiento comercial de los Relojes OMEGA en Vigo y el resto del mundo.
Con el primer reloj de movimiento automático de la historia, sucedió algo similar. Omega se convirtió en candidato a este honor con el lanzamiento, a principios del siglo pasado, de un prototipo que automatizaba su recarga por medio de dos masas oscilantes. Este principio, pese a haberse convertido en un estándar, tiene un antecedente lejano: el reloj con sistema perpétuelle del francés Abraham-Louis Breguet.
Breguet diseñó a fines del siglo XVIII una serie de relojes de cuerda automática. Su funcionamiento se basaba en una masa oscilante que respondía a los movimientos naturales del usuario, como la movilidad de las manos o el desplazamiento a pie. Cada movimiento ‘empujaba’ la masa hasta su posición inicial gracias a un muelle, alzando en su camino dos barriletes (estos tambores albergan el muelle real que proporciona energía al mecanismo).
Sin embargo, se discute si el prodigio de Breguet puede ser considerado como un reloj automático, en sentido estricto. Otro candidato, en opinión de ciertos historiadores, sería el reloj de pulsera de Léon Leroy, anunciado una década antes que el prototipo de Omega. Esta unidad contaba con un mecanismo de pesos laterales que recargaba la cuerda interna del reloj.
En lo que Omega sí fue genuinamente pionera fue en el desarrollo del primer reloj de calibre automático para mujer: el Ladymatic, que fue una sensación a mediados del siglo pasado entre las consumidoras femeninas.